"Vivir sin filosofar es, propiamente, tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás." René Descartes.

lunes, 22 de junio de 2015

Abuela:

Cuando te fuiste, el mundo se nos murió contigo. Yo intentaba encontrarle respuesta a un "por qué" que nadie me respondía mientras recomponía los pedacitos de un corazón que empezó a romperse cuando te diagnosticaron el cáncer. Hoy, unos años después, he aprendido que el dolor no se va. Uno simplemente aprende a convivir con él.

Que eras lo más importante de esta familia lo sabíamos todos. Era una de esas enseñanzas que ya vienen dadas y no se cuestionan, como que el sol sale cada día y que al pasado no se puede volver. Aun así, creo que ninguno de nosotros podía llegar a comprender lo que significabas para los demás. Habías anidado en nosotros de forma diferente, echando raíces con esa luz que siempre te acompañaba. Yo no puedo explicarle a nadie lo que eras para mí, pero creo que el abuelo se hacía una idea. A los dos días de morirte, cuando ya estábamos cansados de misas y sonrisas forzadas a extraños, me dijo: "A ti te ha pegado fuerte".


Le miré, sopesando mi dolor contra el suyo y casi sentí vergüenza. Yo había perdido una abuela. Él había perdido a su compañera de vida. Él había perdido los despertares, la paternidad compartida, las caricias, los rezos, la mermelada de melocotón, el té, los documentales de la 2, los partidos de tenis, los paseos por Madrid, la familia que habían construido juntos, los sueños, los debates, la esperanza. Él había perdido su mitad o, probablemente, más que eso. Tardé tres meses en verle derrumbarse mientras todos a su alrededor estábamos ya en el suelo.

"Como a todos" le respondí a media voz.
Negó con la cabeza y con esos ojos grises que habrían de estar teñidos de tristeza hasta el final.
"No, a ti te ha pegado fuerte"


No sé qué vio mi abuelo en aquellos días que siguieron a tu muerte. No sé si se ha desvanecido ya tu sombra en mis ojos o si por el contrario, seguirá conmigo para siempre.

Dicen que todos los artistas tienen su musa. Su fuente de inspiración inacabable. Tú eres la mía. Las palabras fluyen solas de la pluma a la hoja de papel, apenas rozando mi mente. A la luz de tu ausencia volvieron las palabras. Nada inspira tanto, ni con tanta rabia, como la pérdida.

Lo que más me duele es saber que ni me ves, ni me lees ni puedes escucharme. Me da pena que no sepas en quién se ha convertido tu nieta. Me da pena porque hay muchas cosas que quisiera contarte y muchas más que te preguntaría. Por la guerra, si recuerdas el sonido de las bombas o a qué olía la libertad que os habían quitado. Si no eras demasiado joven para casarte con la edad que tengo yo ahora. Te preguntaría por el dolor de una pérdida que tú también conoces. Te preguntaría por Dios.


Pero ahora ya solo habitas en el recuerdo, las palabras y alguna que otra lágrima ocasional. A veces cuando hay niebla en el camino y no se puede ver me pregunto, no ya que hubieras hecho tú, sino qué puedo hacer yo para que, de estar aquí, te sintieras orgullosa.

Te quiere, 

Paula.

viernes, 19 de junio de 2015

A Carmen.

No siempre es fácil. La amistad, me refiero. No siempre es como respirar. No siempre es todo de color rosa. No todo reluce. No es siempre como las fotos en Instagram o los posts cariñosos en Facebook.

Pero en las contadas ocasiones en las que vale la pena, la vale de verdad. Por esos buenos momentos, que superan en calidad y cantidad a los malos. Por las caminatas a las dos de la mañana por un Madrid tejido de luces y sombras. Por las conversaciones secretas a la luz del té y al aroma pegajoso de las bombillas de las que tú llamas "cafeterías cuquis".

La otra noche hablábamos Carmen y yo con Cameron, un amigo mío americano, de lo relativo del tiempo. "Relativamente," nos decía, "una semana es muy poco tiempo. Pero, relativamente, una semana es mucho tiempo." Y tiene razón. Diez meses de amistad, relativamente, son poco tiempo. Pero también pueden ser mucho tiempo, o al menos, el tiempo suficiente.

No le voy a contar al mundo los grandes momentazos de nuestra amistad durante estos diez meses, que han sido muchos y muy buenos. Esa historia tiene aún algunos secretos, pequeñas cotidianidades que a la larga carecerán de importancia, pero que a día de hoy nadie sabe. Esa es otra historia y todavía no ha llegado su momento.

Sé que crees que a veces las personas se cruzan en tu camino por algún motivo. Sé que sabes que discrepo con esa visión. Pero déjame decirte, amiga mía, que a ratos me gustaría bajar la guardia y creerte, dejándome llevar así por la idea de que hay una razón y un motivo que escapa a nuestro entendimiento por el cual ciertas personas aparecen para quedarse.

Me gustaría pensar que de alguna manera u otra tú y yo acabaremos siendo como familia o que quizás ya lo seamos, que es a lo que toda buena amistad aspira siempre. Está en nuestras manos y en las de mil y una circunstancias. El destino no existe, pero quién sabe. Una mente crítica debe dejar siempre una puerta abierta a la duda, que al fin y al cabo, es hermana gemela de la esperanza.

Hace meses hablamos del valor de la lealtad. Creo que una vez te eres fiel a ti mismo puedes empezar a serle fiel a otras personas. Creo que encontraste tu lugar en el mundo mucho antes que alguna gente. Yo, por ejemplo, aún estoy buscando el mío. Admiro que tu hogar sean tus valores, que hayas anclado a ellos tu corazón y tu espíritu, ese eterno guerrero y que hayas elegido luchar por los demás antes que por ti. Eso es algo digno de admirar, no lo olvides nunca.

Me hace gracia cuando te oigo contarle a la gente nuestras primeras conversaciones. Aquel debate sobre la religión en el que intentaste abrir a golpe de retórica un cajón que yo tengo cerrado bajo llave y varios candados, custodiado con celo bajo capas de enfado y algo de odio, que es algo corrosivo y apestoso, un sentimiento que no le deseo a nadie. Yo aún no he comenzado a perdonar. Pero quizás las primeras piedras del camino sean conversaciones como aquella.

Mi escritor favorito dijo una vez que todos los escritores estamos malditos. Según como se mire, tiene razón. El talento es una maldición tan bella como adictiva, que a veces cuesta cultivar cuando la amiga inspiración no se digna a aparecer o cuando nos falta valor para hacerlo.

Yo no me había dado cuenta hasta ahora, por cartas de la vida, de algo que tú ya sabías. Que el talento no es solo arte. Que el arte no es solo arte. Que es artista también aquel que ama el saber y la cultura, que se interesa por el mundo, que tiene inquietudes. Hay un arte que duerme bajo las conversaciones inteligentes, bajo el saber estar, entre las páginas de la agenda de contactos y que coquetea a ratos con la ambición. La iniciativa es un arte.

La comunicación también. A mí me gustaba la idea del periodismo, porque lo llevo en la sangre y porque alimenta la libertad de las naciones y la libertad, al final del día, es lo único que importa. Pero la comunicación es mucho más que eso.

Tenías razón cuando me dijiste que el poder lo tiene el orador, si es bueno y no el público. Porque hay una valentía importante en el hecho de transmitir un mensaje. Porque si no lo dices tú, nadie lo dirá por ti. Porque la única persona válida para alzar tu propia voz eres tu mismo y eso es algo que supongo, se aprende con los años de vida y sobre todo, con la vida de los años.

Siempre he creído que la vida es impermanencia, cambio constante y dinamismo y que eso de no dejarse afectar por los demás es una soberana tontería y además, es de cobardes. Hay que beber y respirar de las personas que te cruzas, manteniendo los filtros limpios y en su sitio, pero siempre respirando.

Yo hoy no sería yo si no me hubiera topado con personas curiosas y especiales, que te hacen ponerte a pensar y que a veces, deciden quedarse contigo.

Hoy sé que eres una de esas personas, porque esta carta en el fondo no la he escrito para ti, sino para mí misma. Y eso es algo que uno solo puede hacer cuando es capaz de mirarse al espejo en el corazón de otra persona.

Gracias, buena suerte y no tengas miedo,

Paula.

martes, 9 de junio de 2015

Staring at the ceiling

You are alone in your room, talking to yourself. You lie in your bed looking at the ceiling, lightened only by the reflections from the street. The windows are opened. It’s summer. You can smell it in the air.

By ‘talking to yourself’ I mean you’re talking to people who are not actually there. Inventing conversations. Mixing memories and dreams. You even gesticulate. Your mother knocks on the door at some point, breaking the spell. When she’s gone, you realize there is no one there with you. As always, you’re alone. And you suddenly think of all the times you’ve done this. You arrive to the conclusion that you’ve probably felt lonely all your life. After all, you’ve been alone all your life, why wouldn’t you feel lonely?

You start to think of how you spend more time imagining things you want than actually trying to get them. It’s a sad life. But there is beauty in sadness, too. A kind of melancholic feel to it. Almost bohemian. You drown in it. In the fear of rejection. In the poisoned hope you feel every time you come a little bit closer to what you want.

You keep looking at the ceiling. It’s black. Like your soul. But you have no soul. Only one life. One tiny, minuscule piece of time in the history of time to make something out of it. One chance. Only. One. Chance. And what are you doing with it? You’re staring at the ceiling.

Your legs are stretched out, long, pale. Beautiful, even. Does it matter? Beauty, does it matter? What is beauty anyway? You like your legs, though, you’ve always liked your legs. They’re long and thin and they look great in high heels. But high heels hurt. Beauty hurts. The beauty in sadness hurts. Your heart hurts.


And yet you keep looking at the ceiling.