"Vivir sin filosofar es, propiamente, tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás." René Descartes.

domingo, 10 de noviembre de 2013

He de decir...

He de decir que no están siendo días fáciles. Que a veces nos desesperamos por las tardes y que al filo de la noche nos cuesta conciliar el sueño. Hay días, días como hoy, en los que parece que hay una epidemia de hormonas revolucionadas en la ciudad.
He de decir que a todos nos ha atrapado un poco la locura de sentirnos ya tan cerca del final y a la vez tan cerca del comienzo. Que nos han entrado unas ganas terribles de crecer y marcharnos de casa, mudarnos a otro país, de vislumbrar días con más luz que estos en los que ahora tenemos que construir sueños y esperanzas y un futuro a todas luces incierto. He de decir que nos hemos vuelto todos un poco melancólicos, que los domingos nadie se quita el pijama, que twitteamos hasta la saciedad que nos aburrimos y que nos estamos ahogando en este mar de papel blanco y tinta, de subrayadores gastados. Que tememos fundirnos con el aliento de esos finales que están a dos semanas y que parecen tan lejos y a la vez tan cerca. Que pasamos de reír a llorar en cuestión de segundos, que no sabemos ya ni qué libro leer, ni qué música escuchar, ni qué tenemos mañana lunes a primera hora. y ¡oh, lunes! Y nos llevamos las manos a la cabeza porque nos espera otra semana más de dormir poco y estudiar mucho, otra semana más de ver la luz. La luz del año que viene, la luz de los dieciocho o los diecinueve, ¡qué más da! Y podremos por fin comprar el vodka barato que llevamos años comprando en el chino de la esquina, pero lo haremos legalmente, lo nunca visto antes. Y podremos votar y operarnos las tetas y la nariz y estaremos un año mas cerca de la muerte y de la libertad. Y todos planearemos el día en que podamos hacer la maleta y salir a toda hostia de aquí. Del sitio que nos ha visto crecer, de las mismas calles que llevamos recorriendo tantos años y que ya nos han aburrido. Y todos pensaremos en los demás y en qué será de ellos. Y en realidad, en realidad no nos importa qué les vaya a pasar o a dónde irán. Y si nos importa, si acaso nos quita el sueño, olvidémoslo, aceptemos que la vida separa irremediablemente a la gente y que hay gente nueva por llegar. Admitamos que en realidad las personas que nos importan las podemos contar con los dedos de las manos, ¡qué digo! con los dedos de UNA mano.


Y veréis que pronto nos vamos a pudrir y con qué esplendor renaceremos de nuestras cenizas.

P.

martes, 10 de septiembre de 2013

Arrogance.

La comencé a notar entonces, la altanería. Cuando me maquillaba, cuando elegía la ropa que iba a ponerme, cuando me calzaba los tacones. Empecé a caminar por la calle como si la ciudad fuese mía, como si el mundo estuviese hecho a mi medida. Como si no existiese nada más allá que la mirada fulgurante y candente, llena de osadía, que yo paseaba por Madrid todos los días. Dejaron de importarme los comentarios de la gente. No es que recibiera demasiados, nunca he dado mucho de qué hablar, pero los pocos que llegaban a mis oídos me resbalaban. Se me metieron en la cabeza al mismo tiempo el afán y el desprecio. Quería descubrir este mundo y a la vez miraba por encima del hombro a su gente. Se me empañaron los ojos de maldad, comencé a rezumar cinismo allá por donde iba, llené mis labios de comentarios desdeñosos y mi voz se convirtió en una cantinela que solo recitaba coplas cargadas de arrogancia.

Al mismo tiempo, creció la confianza en mi misma. Podía sentirla bajo mi piel, palpitando con orgullo, pugnando por salir a la superficie, ardiendo en deseos de asomar sus ojos insidiosos al mundo exterior. Así, si se oían mis tacones por la calle no intentaba minimizar el ruido como habría hecho antes, si no que pisaba con más fuerza aún las baldosas del suelo.

Les sostenía la mirada a los hombres. Dejaba que sus ojos se deslizaran por mis piernas, sentía como puñales sus pupilas clavadas en mi espalda. Fueron días de luz. Una luz estridente y que me cegaba, que me impedía ver más allá de mi propia realidad, aquella que sin yo saberlo se había instalado en mi mente.

Fueron días gloriosos. Tan sólo tuvieron una pega: que cuando me miraba al espejo, ya no me reconocía.

P. Ducay 









sábado, 7 de septiembre de 2013

J.

Mi mejor amigo. Mi mejor amigo de la infancia. Aquel al que perdí hace ya mucho tiempo y no he sido capaz de recuperar. Hoy me lo he cruzado por la calle y apunto he estado de no reconocerlo. Era de noche y yo volvía andando a casa, callejeando por un Sanse oscuro y difuso, alumbrado tan sólo por la luz de las farolas y los faros ocasionales de algún coche. Bajaba corriendo y de un salto y un chasquido de dedos me ha devuelto a la realidad. Le sonreí. A veces no me gusta la persona en la que se ha convertido. Otras veces reconozco en él al que fuera mi primer amigo cuando ambos comenzábamos nuestras andanzas en la escuela primaria. Pero no soy quien para juzgarle. Desaparecí de su vida hace ya muchos años. Dejé de verle crecer. Dejé de oír su voz en clase. Dejé de discutir si la mejor asignatura era lengua o matemáticas. Yo abogando por las letras, él siempre defendiendo a los números. Dejó de existir la confianza, esa que a ratos y sólo de vez en cuando vuelve a instalarse entre nosotros.

Su visión me recordó a otros años y a otra vida. A más amigos infantiles a los que perdí y tampoco he podido recuperar. A otros tantos a los que la vida me ha vuelto a poner delante y que hoy agradezco tener conmigo. A aquella clase que creíamos que nunca se separaría, que seguiría siendo fiel a los carnavales del C.P Príncipe Felipe, a sus castañadas, a sus fiestas de fin de curso. A Severino. ¿Hemos vuelto por allí? No. ¿Por qué? Porque traicionamos a la infancia al crecer. Nos traicionamos a nosotros mismos, a ese 'yo' infantil que vivía en un mundo tejido de sueños aún por cumplir.

A veces cuando paso por el colegio rozo con la punta de los dedos el muro grisáceo que lo separa del resto del mundo exterior y se me tiznan de blanco las manos y se me empaña la mente de recuerdos.

Si pudiera volver allí, a ese lugar inocente, sería tan sólo por un rato. Pasaría una tarde sentada en los mismos tres escalones de siempre, rodeada de aquel grupo de jóvenes, jovencísimas personas y regresaría de nuevo al presente, a este presente que nos tiene a las puertas de una edad adulta que, francamente, da un miedo de la hostia.

He de decirte, Javi, después del tufo sentimentalista que emanan los párrafos posteriores, que hacía mucho tiempo que no te veía tan feliz.

P. Ducay


Después del brevísimo encuentro con el pasado, subí la cuesta que lleva a mi casa mientras ponía en orden las ideas y lo primero que hice tras entrar en mi habitación fue coger el recién comprado cuaderno de filosofía y escribir esto, inaugurándolo.

Feliz próximo curso a todos y suerte.

lunes, 15 de julio de 2013

Melodías de tinta.

Los escritores sólo plasmamos en el papel lo que no somos capaces de decir con la voz. Sólo se puede conocer realmente a un escritor leyendo lo que escribe, adentrándose en sus pensamientos más profundos, apartando las cortinas de la retórica y descifrando entre líneas. El día que descubrí que podía jugar con las palabras, mi pluma se convirtió en mi mejor amiga y la melodía de mis historias en la banda sonora de todos los personajes a los que he dado vida. Lo que siente un escritor por sus personajes es lo mismo que siente un músico por una de sus canciones.

Los escritores y los músicos estamos todos malditos. El arte nos mata y nos da la vida. Así como las palabras tienen que tener cierta melodía para que sean agradables al oído, la música va acompañada de versos salidos directamente del espíritu y la mente de los músicos. La música es poesía, y la poesía no podría existir sin la música.



Este adiós no maquilla un hasta luego, este nunca no esconde un ojala, está ceniza no juega con fuego, este ciego no mira para atrás.”
Joaquín Sabina.

La música de un escritor es el crepitar de la leña al fuego, el rasgueo de la púa sobre las cuerdas de la guitarra o una voz cuyo timbre todavía suena en los recovecos del subconsciente. La imagen del otoño asomando por la esquina de un libro, el olor del papel que lleva años en la estantería o el repiqueteo de la lluvia de noviembre contra el cristal es la inspiración de cada día. Nuestro aliento. Las curvas imposibles de la clave de sol, la luz de las farolas cuando no nos vemos ni a nosotros mismos o la nube de vapor que se escapa de nuestros labios en las mañanas de frío.

Todo eso es música. Y todo eso es inspiración.


Paula D. 

domingo, 14 de julio de 2013

M. de Madrid. M. de memorias.

Madrid de noche es droga. De la buena, de la cara, de la que te fumarías una y otra vez. Es el retrato descarado de alguien que ha perdido la inocencia. Una inocencia que hace ya tiempo que ha abandonado esas calles que exhalan libertad, y que poseen todavía la magia que desprenden los sueños, el aroma de las promesas por cumplir. Las niñas de Salamanca caminan con sus tacones y sus vestidos hacia ninguna parte, pisoteando esas aceras desgastadas, reconstruidas una y otra vez a lo largo de los años. El sonido de sus zapatos es el reclamo de la noche. Conducía yo por aquel Madrid con las ventanillas del coche bajadas y el White Album de Los Beatles escapándose a todo volumen de la radio. Hacía un mes que el verano había llegado a la ciudad, y aún así el ambiente desprendía una brisa perfecta para el momento. Yo llevaba un par de copas de más y algún que otro recuerdo a medio quemar en la guantera del coche, cuando al pasar por un paso de cebra vi a un hombre que tenía trazas de pirata.

Mi mente viajó unos años atrás a un bar en Muxía, Galicia, en la costa de la muerte. Una casa blanca suspendida encima del puerto. Olor a sardinas, pimientos de padrón y albariño. Para mí, la esencia del verano. El camarero que nos atendía parecía sacado de una novela de aventuras ambientada en el siglo XVII. Llevaba la consabida calavera y el par de tibias tatuadas en el revés interno de la muñeca, yo diría que la izquierda, y manejaba unos brazos que yo acaricié con la mirada prudentemente escondida detrás de mi copa de vino. Nos tomó nota con la diligencia que se espera de un corsario y regresó detrás de la columna de humo que desprendían los numerosos platos a medio hacer de la cocina para acariciarle el trasero a la camarera, una estilizada rubia vestida con una sencilla camiseta blanca y unos vaqueros. La joven le devolvió el saludo con un beso de película antes de volver al pulpo, las xoubas y los calamares.


Después del flashback sigo conduciendo y me pregunto dónde estará ahora ese pirata retirado, si seguirá sirviendo mesas en aquel pueblo olvidado a un tiro de piedra de donde la tierra parece acabar para siempre y casi se puede palpar la eternidad del mar. O si seguirá saliendo con la camarera rubia, cuya melena parecía un mar de oro y haces de luz. Si le habrán salido ya canas en aquella melena rebelde que sujetaba con un pañuelo rojo. Me pregunté si habrá vuelto a navegar.

Paula D. 

viernes, 7 de junio de 2013

"...se hace camino al andar."

"Me interesa el futuro, porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida." -Woody Allen.

Bienvenido, junio. Nos encontramos ya a las puertas del verano, y aunque el tiempo no acaba de decidirse, suponemos (y esperamos) que el calor llegue pronto a Madrid. Como siempre, nada es eterno, y los cursos escolares no son una excepción. Cada vez que se acaban las clases, cerramos los libros de texto y enterramos la mochila en el armario, toca hacer balance. Cada curso es distinto del anterior, quizá porque tanto compañeros de clase como profesores cambian de un año a otro, tal vez porque las asignaturas que damos no son las mismas, o ¿quién sabe lo que hace un curso distinto del resto?


Al menos para mí, este año ha sido completamente diferente de los anteriores. A pesar de llevar en el Joan Miró cinco años, me he sentido como si fuese una novata. Ya nos habían advertido de que el 'salto' que damos los estudiantes al pasar de cuarto a primero es importante, pero creo que al tener la oportunidad de darle un poco más de dirección a tus estudios, no sólo ganamos en importancia, sino en visión. Y con eso me refiero a que tenemos mucho más presente nuestro futuro que en cursos anteriores. Aunque parezca que no, y a todos nos guste pensar que todavía nos queda un largo verano y un largo curso por delante, dejar el instituto está a un tiro de piedra. Casi podemos sentir el 'monstruo' del futuro acariciar nuestras nucas con ese aliento helado que hace que se nos congelen hasta las ideas.

Crecer da miedo. No hablo de respeto, no, me refiero a miedo de verdad. No digo que ese miedo no se pueda superar, pero no voy a negar que está ahí. Todos nos hemos dado con la cabeza contra la pared cavilando entre esta carrera u otra, peleándonos con la calculadora y las dichosas notas de corte, o mirando cursos de FP, pensando y pensando a cerca de QUÉ exactamente es lo que vamos a hacer como aportación a nuestra sociedad en un futuro que puede ser muy corto...o muy largo.


Afortunadamente, una de las mejores cosas del tiempo es que este no se detiene nunca. Así que por mucho miedo que le tengamos al futuro tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a él, y el año que viene por estas fechas, si todo va bien, estaremos acabando los exámenes de selectividad, o buscando trabajo, o haciendo algún curso que nos vaya a servir más adelante. 

No tenemos ni idea de qué futuro nos espera, por supuesto, pero hay que tener en cuenta, y esto es algo que todos deberíamos haber aprendido en nuestra corta estancia en este mundo, la vida da muchas vueltas. Nunca sabes con qué te va a sorprender, dado que, aunque discrepo de que exista el destino, también creo que en nuestra vida influyen muchos más factores que nuestra propia conciencia, y que a veces nuestro futuro, por fortuna o por desgracia, está en manos de la suerte.

Paula D.














miércoles, 5 de junio de 2013

La búsqueda de la felicidad.

Uno de los resquicios de memoria infantil que me vino a la mente pensando en el tema de la felicidad fue una de las preguntas que yo les solía hacer a mis padres cuando era pequeña. ¿Cuál es vuestro mayor sueño? ¿Qué es lo que más deseáis? Yo esperaba oír algo concreto. "Un buen trabajo." "Una casa más grande." "Una familia feliz." "Conocer mundo." Pero la respuesta siempre era la misma, y nunca la que yo esperaba.

"Ser feliz." Mi 'pequeña yo' torcía el gesto como signo de incomprensión. "¿Pero cómo feliz?", preguntaba. "Pues feliz."
En aquel tiempo, mi mente no concebía la felicidad como algo a alcanzar, es decir, como un fin, sino como algo que estaba presente. ¿Acaso no hemos sido todos 'felices' de pequeños? ¿Cuando no teníamos meta? ¿Cuando vivíamos a partir del carpe diem a pesar de no tener conciencia de lo que esto significaba?


La felicidad como autorrealización, es decir, el eudemonismo, además de ser una palabra horrible, es uno de los conceptos que más me está costando tragar este último trimestre. Tengo la sensación de que es una teoría filosófica a la que le faltan muchas piezas. En la primera definición, todo es muy bonito:

"Ser feliz es autorrealizarse, alcanzar las metas propias de un ser humano." Pero en cuanto empiezas a hacerte preguntas, y ¿qué es la filosofía sino cuestionarse cosas?, desenmarañar el problema es difícil. Para empezar, ¿cuáles son las metas propias del ser humano? ¿alcanzar las metas propias del ser humano es autorrealizarse? ¿acaso tenemos todos las mismas metas? ¿cuál es la función propia del ser humano? ¿ser felices? Entonces, el eudemonismo, ¿no es tan solo un círculo vicioso?

Dejando de lado todas estas cuestiones, pasamos a como se define la felicidad en el eudemonismo.
"Es un bien suficiente por si mismo, de manera que quien lo posee ya no desea otra cosa." Mentira. ¿Acaso nuestra mente, nuestra imaginación, nuestras proyecciones de futuro no alimentan nuestra ambición y nos hacen conjurar más y más anhelos y deseos?


La felicidad no es un fin, sino un camino. No hacemos las cosas para ser felices, sino que somos felices mientras hacemos las cosas, dado que las acciones se realizan por sí mismas y tienen el fin en sí mismas. Si la felicidad es una meta, pero las acciones que tienen el fin en sí mismas, es decir, que no tienen destino, son las más perfectas... ¿qué es la felicidad sino una meta inalcanzable?

Paula D.

miércoles, 29 de mayo de 2013

La vida es un poker.

Hace ya algunas semanas, estuve en una conferencia de José Antonio Marina. Para aquellos a los que no les suene el nombre, Marina es catedrático en filosofía además de escritor, ensayista y pedagogo. Fue profesor de filosofía en el instituto público de La Cabrera, instituto en el cual mi madre lleva dando clases de inglés ocho años.
Marina habló durante algo menos de hora y media a cerca de muchas cosas. El lenguaje, su función en el aprendizaje, la importancia de la memoria, la creatividad, la motivación, la inteligencia y la educación. Hubo una particular anécdota entre las muchas que contó que me llamó la atención. 

Él, años atrás, como profesor de filosofía que era, había tenido un alumno, casualmente en el mismo curso que nosotros, primero de bachillerato, que en los tests de inteligencia había obtenido siempre resultados excelentes. Y no solo eso, sino que era muy buen estudiante. Todos los pronósticos auguraban a este chico un futuro lo menos brillante, una carrera que le interesase y un trabajo digno. Pero llegado a un punto de su formación como estudiante, este chaval llegó a la conclusión que era más listo que todos sus compañeros...y también más listo que sus profesores.
En el barrio donde vivía, comenzó a socializarse con chicos que estaban algo marginados de la escuela, mucho más torpes que él, y a incitarles a cometer pequeños hurtos. Dado que le gustó la sensación de tener dinero fácil en sus manos, al año siguiente no apareció por el instituto.
Marina carraspea y acercándose al micrófono sentencia el final de la historia, y el comienzo de la reflexión: "La última vez que le vi, debía tener unos veintiocho años, y estaba en la cárcel."
De esta historia, sacamos las conclusiones de que una cosa es que una persona sea muy inteligente, y otra muy distinta es que sepa utilizar esa inteligencia. Marina comparó la vida entonces a una partida de poker. En la vida, como en el juego, no puedes elegir las cartas que te tocan. No puedes elegir tu genética, ni tu familia, ni tu país, ni tu entorno social, ni tu nivel económico. Y por supuesto, es mejor que te toquen cartas buenas, que cartas malas. Pero en la vida, como en el poker, lo más importante no son las cartas que te hayan tocado, sino el cómo las utilizas.

Aquí es cuando entra a escena la educación. No se pueden cambiar las cartas que recibe una persona al nacer, pero se puede enseñar a todo el mundo a jugar bien las cartas que se tiene, y eso ya es muchísimo. Marina habló también sobre el talento, que es algo que se adquiere a partir de la educación que recibe una persona. Antes de la educación, no hay nada más que biología. Por tanto la educación es el interruptor que hay que pulsar para que se enciendan todas nuestras capacidades, nuestras ideas y nuestro talento.

Paula D.

Aquí dejo el link de la conferencia, que afortunadamente alguien grabó y que no tiene desperdicio. Por si encontráis un hueco entre tanto examen.

http://www.youtube.com/watch?v=52M5Wt63etw




miércoles, 22 de mayo de 2013

Cultura.


Según mis apuntes de filosofía de la pasada evaluación, la cultura es un conjunto de conocimientos que la sociedad proporciona al individuo para que este sea capaz de adaptarse al medio. Según mis apuntes, los seres humanos, al nacer completamente desnudos y vulnerables ante el mundo, nos valemos de la cultura. La cultura nos hace sobrevivir.
Para mí, la cultura es mucho más que eso.
Hace ya algún tiempo, para practicar en análisis de textos argumentativos, nuestra profesora de lengua nos dio un texto de Camilo José Cela, que defendía diferentes tesis acerca del uso de la televisión, esa caja tonta que nos absorbe. Allí, entre líneas, o quizá no tanto ya que Cela apenas tiene pelos en la lengua a la hora de escribir, se podía oír una llamada de atención. Una certeza a gritos, un soldado de la sabiduría que rezaba al Dios de la cultura.
 ¿Por qué despreciamos el saber? ¿Los libros, la historia, la filosofía, la cultura? Me pregunto. Es la cultura, es la sabiduría la que nos hace fuertes, la que impide que nos manipulen, la que abre nuestra mente y alimenta el espíritu. Según Cela,  El hábito de la lectura entre los ciudadanos no es cómodo para el gobernante porque, en cuanto razonan, se resisten a dejarse manejar.” Saber es una forma de contraatacar, de adquirir ese sentido crítico que nos mantiene por encima de las mentiras y las falacias. Saber nos permite también tener la mente y los ojos abiertos hacia otras formas de ver el mundo. Al conocer y aceptar nuestra propia cultura, adquirimos una perspectiva interior. Quizás nuestra propia cultura no sea la mejor, ni la más humanizante, y es por eso por lo que el hecho de saber abrir los ojos al mundo es importante.
Por ello, las personas que están únicamente interesadas en el mundo material no serán nunca las más ricas, ni mucho menos las más sabias. La curiosidad es algo que no debe perderse nunca. El filósofo Salvador Pániker dice sobre ella: "Para permanecer jóvenes tenemos que estar permanentemente en estado de curiosidad intelectual." Y es algo con lo que estoy totalmente de acuerdo. ¿Qué es una vida sin curiosidad? ¿Sin ese estado de indagación constante?
Una persona que no tiene cultura, aún puede salvarse, ya que puede aprender. Una persona que no tiene interés está perdida.
Paula D.

lunes, 29 de abril de 2013

Los olvidados.


La mayoría de la gente de occidente no nos percatamos ni tomamos conciencia de que hay un mundo paralelo a nosotros, compuesto de millones y millones de vidas cuyos detalles desconocemos. Detalles que conforman todo un cúmulo de días sin luz y noches en vela. De horas trabajando bajo un sol cuyos rayos no pueden romper la capa de polución. De niños que juegan al lado de vías por las que pasan sin avisar, trenes cargados de gente sin nombre. De mugre y suciedad. De personas que contraen enfermedades de la única agua que pueden beber. Este mundo paralelo, nos da miedo y es ignorado por la sociedad capitalista actual. De vez en cuando sale en las noticias que se ha inundado media ciudad en una isla perdida en el pacífico. O que un terremoto ha sacudido Indonesia. O a cerca de las niñas chinas en los orfanatos. O sobre los niños que viven en las alcantarillas en Mongolia.

Los olvidados del mundo dan material para reportajes y documentales. Programas de televisión que nosotros, ciudadanos de nuestro impoluto occidente, vemos con expresión de pena sentados en nuestros sofás de cuero, arrebujados entre nuestros cojines de terciopelo y nuestras mantas de lana. Con la calefacción puesta en invierno si hace frío, mirando a través de nuestra pantalla de plasma cómo se inundan las casas de barro de los olvidados cuando llegan las lluvias del monzón. Cuando el agua marrón que baña las costas de Indonesia o de Asia se lo lleva todo por delante siete veces al año.

Esa gente, esas personas sin nombre que viajan en trenes en los que no cabe un alma, trabajan en fábricas textiles en Bangladesh cuyas medidas de seguridad serían impensables en nuestro mundo. Esas fábricas, que soportan la economía tan pobre y frágil de estos países del monzón, son las que producen nuestra ropa. Nuestros vaqueros. Nuestras sudaderas. Nuestras zapatillas. Son las que ponen el símbolo de las marcas caras que tanto nos gusta lucir. Son las que fabrican nuestros cojines, nuestras sábanas. Es ese niño de ojos acuosos que juega en las vías de un tren que podría matarle el que ha decorado tu casa. Tu salón. El que construye desde su monzón la comodidad de tu vida.

Ya no hablo de sueños sin cumplir. ¿Qué sueños pueden tener esas personas? ¿Conocerán alguna vez más allá de la chabola donde viven? ¿Del montón de basura o de las tablas de madera con las que tapan los agujeros que dejan las inundaciones? No hablo de educación, ni estudios. Ni de riqueza ni éxito.
Hablo de supervivencia.



¿Quién se acuerda de los olvidados?

Paula D.

sábado, 27 de abril de 2013

"¿Tú ves al resto de la gente haciendo eso?"

El otro día, mientras estaba sentada en un banco un viernes por la tarde, disfrutando de la libertad que precede al fin de semana, pasaron delante de mí un niño y su madre. Esta última, con expresión enfadada, le decía a su hijo: "¿Acaso tú ves al resto de la gente haciendo eso?" El niño, perdido en la inocencia de quienes aún no distinguen entre resignación y rebeldía, miraba a su madre sin comprender.
Me paré a pensar en la escena en cuanto se hubieron alejado. ¿Por qué? ¿Por qué desde que somos pequeños, el mundo en el que vivimos, nuestras familias y nuestros profesores, nos empujan a comportamientos que están previamente determinados y ligados a la sociedad en la que vivimos? ¿No es acaso nuestra percepción crítica la que deberíamos utilizar para escoger nuestros hábitos? ¿Nuestros vicios y virtudes? No es de extrañar que, utilizando con los niños estos "argumentos de generalización", estos se vean afectados al llegar a la adolescencia, periodo en el que se define y perfila nuestro carácter, por las ataduras a los determinados modelos de comportamiento.

Los adultos han sido y serán siempre ese 'ídolo' o modelo al cual en la primera infancia, los niños acudan en busca de respuestas. Yo, por ejemplo, cuando era pequeña y les formulaba preguntas a mis padres, no descansaba hasta que estos abandonaban el consabido 'porque si' y se avenían a explicarme el verdadero 'por qué' de las cosas. Con tan pocos años, por supuesto, no era capaz de distinguir entre argumentos verdaderos, y falacias, pero aún así todo ser humano siente esa necesidad intrínseca de buscar respuestas a sus preguntas.

El sentido crítico de mis padres y el sentido crítico que yo, como adolescente, estoy en proceso de desarrollar, debería ser el punto de partida de todas mis reflexiones. No deberíamos calificar algo de "bueno" o "malo", simplemente basándonos en el "¿tú ves al resto de la gente haciendo eso?" sino en ciertos valores morales humanizantes, que nos lleven a formular juicios reales.
Paula D.

lunes, 11 de marzo de 2013

Entre grises.


En estos últimos días en los que nuestras vidas se han convertido en un torbellino de apuntes, exámenes y medias, una de las pocas maneras de escapar ese mundo ha sido la de leer. El libro que me ha acompañado esta vez ha sido ‘Amantes y enemigos’ de Rosa Montero (para mi gusto, buenísima escritora, se la recomiendo a cualquier persona  a la que le guste leer). No es mi intención hacer una reseña del libro, pues este está compuesto por varios relatos cortos y la mayoría de ellos no guardan relación entre sí. Sin embargo hay algo acerca de algunas de esas historias que se repite. Un prototipo de personaje o una situación, mínimos detalles que al final han acabado por colarse en mi subconsciente y se han transformado en una reflexión, una duda que no deja de martillearme la cabeza.



Adultos. Adultos que viven solos, o en parejas. Adultos que se han abandonado a la rutina de sus vidas, que se han dejado caer por el agujero negro de la desidia y el conformismo. Adultos que ya no viven la vida como antes, y que guardan recelosos en un cajón de la memoria los recuerdos de los tiempos felices. Estos personajes, pintados por la autora de un gris enfermizo, han aceptado la tristeza y la quietud de sus vidas con una facilidad exasperante. Viven acunados por su rutina, se levantan, van al trabajo, comen, charlan con algún compañero, llegan a casa, discuten con sus parejas y se acuestan a oírse roncar mutuamente, esperando a que llegue el día siguiente y el ciclo vuelva a comenzar.

En las vidas de esos personajes ya no hay sitio para la rebeldía. El paso de los años les ha arrebatado la fuerza y la energía de la juventud, y se dedican a habitar en su orden impoluto, donde nada ni nadie puede alcanzarles. ¿Hasta dónde llega el conformismo del ser humano? ¿Por qué esas personas, esos habitantes de la mediocridad grisácea del mundo actual no rompen sus propios esquemas y echan a correr? ¿Qué tienen los maridos gordos y vagos que echan la tarde sentados en el sofá o las tiranas cincuentonas de carácter agrio con los que contrajeron matrimonio hace veinte años? ¿Qué es lo que no les deja escapar? ¿El miedo a tener que empezar de cero? ¿El miedo a tener que reinventarse?

¿Cómo, cuándo y sobre todo por qué dejan las personas de luchar por vivir plenamente?

Paula D.

viernes, 8 de marzo de 2013

Tortura, ni arte, ni cultura.


Antes de comenzar esta entrada quiero avisar de que mi opinión acerca del tema sobre el que voy a escribir ya está formada. Y aunque considero que el aprendizaje y la búsqueda de respuestas no debe terminar nunca, estoy completa y absolutamente en contra de los encierros y las corridas de toros, así como de cualquier forma de lo que yo considero tortura hacia los animales. Por tanto, esta no va a ser una entrada objetiva, sino de opinión.

Aún así, y a pesar de mi firme convencimiento de que esto no es ni arte ni cultura, sino tortura, también opino que es necesario conocer las dos caras de una misma moneda, así como creo en que las personas nos debemos a nuestro sentido crítico, y que por tanto, debo empezar esta entrada exponiendo los argumentos de los que defienden está “tradición.”

Aquí van algunos de ellos:

-    La tauromaquia es parte de la cultura española y tiene una tradición milenaria. Es uno de los pocos restantes de antiguas culturas orientales. Excomulgarla sería menospreciar esta componente tan especial de la cultura española. 
- Antes de la corrida, al toro bravo se le trata mucho mejor que a los toros de matanza de la bioindustria.
- La corrida de toros es una muestra del aprecio y respeto de la fuerza del animal.
- Los toros bravos solo son criados por su bravura durante la corrida. La abolición de los toros significa la pérdida de una especie de animales única.



Bien. Si yo tuviese delante al autor de estas palabras mi primera reacción sería la de coger aire, apretar la mandíbula y reprimir el impulso agresivo que seguro me sacudiría por dentro. ¿Por qué? Porque como hemos aprendido en filosofía este trimestre, vivimos en una sociedad civilizada y las cosas, señores, se resuelven mediante el diálogo y la palabra. Por tanto, dialoguemos.


 Respecto al primer argumento: de ninguna manera la tradición justifica comportamientos y acciones que en la sociedad de hoy en día, una sociedad en la que se respeta el medio ambiente y a sus especies animales, no tienen cabida. Era también tradición en el imperio romano arrojar a los presos a la plaza de los leones, y ahora mismo no vemos a los italianos aplaudiendo exultantes en sus plazas viendo como se sacrifican a personas. Y aquí es donde algunos de vosotros os lleváis las manos a la cabeza y decís: “Pero eso eran personas. ¡Lo nuestro son animales!”. Bien. ¿Qué hay del ejemplo de sacrificios religiosos con animales, en, por poner un ejemplo cercano a nosotros, el cristianismo? ¿Acaso los que vais a misa los domingos os encontráis al cura de turno cuchillo en mano dispuesto a manchar el altar de sangre? Segundo argumento (voy a hacer como que me creo que es cierto que tratan mejor al toro antes de las corridas): El hecho de que existan situaciones peores no justifica una situación en sí negativa. Este argumento es como defender que no debemos quejarnos acerca de la disminución de la calidad en nuestra enseñanza pública porque hay miles y miles de niños en el mundo que ni siquiera tienen oportunidad de ir a la escuela. Y esto mismo es aplicable a la sanidad. Tercer argumento: Bien. Llegados a este punto me encuentro con uno de los argumentos que más me ‘repatean’ (lo siento, pero la otra palabra para definirlo empieza por ‘j’ y no estaría bien ponerla en una redacción). ¿Cómo va a ser una tortura, una demostración de aprecio al torturado? ¿Me explican ustedes qué le importa al toro el hecho de poder luchar por su vida demostrando su honor, su valía, etc., etc.? Los que defienden la tauromaquia defienden que se puede torturar a los animales ya que estos no sufren igual que nosotros. ¿Y a su vez defienden que el toro tiene consciencia de los conceptos de ‘valor, honor, orgullo’? Así que, ¿No sufren, pero piensan? Muy lógico.

Cuarto argumento: Este es el último argumento de la selección que he hecho, y al que me resulta más complicado responder, aun así, sabemos que el toro existe y ha existido desde hace mucho tiempo, y que desde luego su ferocidad y bravura no la hemos creado los humanos. El toro, como todo animal en la naturaleza que haya sobrevivido siguiendo la lógica darwiniana, ha tenido que sobrevivir luchando contra otros animales para defender su territorio y asegurar la continuidad de la especie.

En conclusión, para mi todo esto es simplemente una degradación de los derechos de los animales, una tortura que desde luego no tiene sitio en nuestros tiempos, y que como muchas otras 'tradiciones', debería desintegrarse a favor del progreso y el respeto.

Paula D.

sábado, 2 de marzo de 2013

La economía de la conciencia.


La crisis alimenta los problemas de conciencia y aviva los trapicheos y tejemanejes de la economía sumergida, tan necesaria para algunos en estos tiempos.

Hace unos meses, todos nos llevábamos las manos a la cabeza al conocer la noticia de las defraudaciones a Hacienda por parte del ex - tesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, imputado en el caso Gürtel (2009) por fraude, cohecho y blanqueo de dinero. En enero de este año, la noticia saltaba a los periódicos y los medios de comunicación tras las publicaciones en El Mundo acerca de sobresueldos a partir de 5.000 euros cobrados por altos cargos del PP. También conocíamos la noticia de que nuestro querido Bárcenas tenía 30 millones de euros bien guardados en una cuenta en Suiza, con los cuales había abonado a Hacienda su regularización fiscal.



Ahora bien, no es mi intención hacer un análisis de un proceso judicial, ni de valorar la situación de corrupción de nuestro país. El dilema moral que quiero plantear nos lo esbozó nuestra profesora de economía hace unos días. De una manera u otra, muchos defraudamos a Hacienda cuando podemos. Quizá no de la manera en la que lo hacen algunos dirigentes políticos, sino en pequeñas cantidades. Como por ejemplo cuando necesitamos una reparación casera y el fontanero de turno, que vive de hacer estos pequeños encargos nos pregunta: ¿Con IVA o sin IVA? Y entonces nosotros, en nuestro egoísmo justificado, le respondemos que no. Que por qué vamos a pagarle un céntimo más a un Estado que nos está recortando hasta el aire que respiramos. O cuando nuestra tía trabaja en una editorial y vuelve a casa cargada de paquetes de folios, o de libros de texto.

Y es aquí donde viene la gran pregunta. Si todos nosotros, las clases bajas y medias, tuviésemos la oportunidad de defraudar a Hacienda a gran escala, ¿lo haríamos? “No.” es lo primero que se me viene a la cabeza. ¿Nosotros, que hemos sufrido los golpes más duros de esta crisis? ¿Nosotros, que estamos viendo como nuestra educación y sanidad públicas se desploman como un castillo de naipes? ¿Nosotros, que tenemos que ver cada día en las noticias como aparece un caso de corrupción tras otro?


Pero, ¿hasta dónde llegan el egoísmo y la honestidad del ser humano? “No hay nada más fuerte ni más débil en el animal ‘hombre’ que su amor propio, su egoísmo, su narcisismo.” O, si no pagamos nuestros impuestos y defraudamos a la primera oportunidad que se nos presenta, ¿tenemos derecho a salir a la calle a manifestarnos y exigir servicios públicos de calidad? Podría seguir tirando del hilo y sacar mil preguntas más, pero voy a quedarme en lo primero. ¿Egoísmo, codicia, ingratitud u honestidad, integridad y conciencia? Puede que las palabras que mejor suenen no sean las que mejor nos vengan.

Es inadmisible que a alguien que trabaja como cargo público se le pase por la cabeza el simple hecho de robar. Como le oí decir a un periodista una vez, “un bombero no puede ser pirómano.” Y esto es exactamente lo que nos está pasando. Que la excepción se convierte en regla, y al final lo pagamos todos.

Paula D.

sábado, 9 de febrero de 2013

Sólida delicadeza.


Lo bueno, o quizá malo, de tener que escribir un blog, es que mientras nos pasamos las horas reflexionando o buscando temas sobre los que filosofar, la vida continúa. Y nosotros, irremediablemente, tenemos que movernos con ella, lo que desemboca en un remolino incesante de nuevas experiencias, y por tanto, nuevos pensamientos. El tema de esta entrada no ha salido de mi imaginación, ni he tenido que estrujarme los sesos para “sudar filosofía”. El tópico de hoy me lo ha servido la vida en bandeja, como quién te da una lección y te invita a pararte un momento a pensar.

Desde siempre las relaciones entre personas, sean de la raza, país, religión o etnia que sea, han sido complicadas. La tarea de conseguir mantener vínculos amigables, ligeros y sencillos con los seres de nuestro entorno muchas veces resulta fatigante, ardua, y a veces incluso acaba debilitando nuestra mente y nuestro espíritu. Por eso creo que llegados a este punto de nuestras vidas donde caminamos sobre la delgada línea que separa la adolescencia del mundo adulto, hay que saber hablar. Y con hablar, no me refiero a ese parloteo incesante que muchas veces acuñamos y que nunca dice nada. Me refiero a saber comunicarse con la gente. A saber explicar el por qué de las cosas que nos molestan o nos hacen daño, esos pequeños óbices que acaban por deshacer las relaciones. Saber comunicarse no hace daño, no engorda, es sano y enriquece la mente. Y eso mismo es aplicable a pedir perdón y a enmendar errores. Todo el mundo se equivoca, y la mayoría de la gente es capaz de empezar de cero. A veces nos olvidamos de cómo pedalear, y hay que volver a ponerle los ruedines a la bicicleta. Eso no nos hace más niños, ni peores personas, todo lo contrario. Nos ayuda a saber que muchas veces, parar, simplemente darse la vuelta y analizar el trazo de nuestras huellas, es la mejor solución.
Los trenes se descarrilan constantemente, sobre todo cuando somos demasiado jóvenes para convertirnos en maquinistas profesionales. Es tiempo de aprender mucho, educarse otro tanto, y cultivarse un poco. Pero sobre todo, es tiempo de cometer errores. Los suficientes como para aprender de ellos, pero no tantos como para consumirnos bajo su peso.
Paula D.