"Vivir sin filosofar es, propiamente, tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás." René Descartes.

lunes, 29 de abril de 2013

Los olvidados.


La mayoría de la gente de occidente no nos percatamos ni tomamos conciencia de que hay un mundo paralelo a nosotros, compuesto de millones y millones de vidas cuyos detalles desconocemos. Detalles que conforman todo un cúmulo de días sin luz y noches en vela. De horas trabajando bajo un sol cuyos rayos no pueden romper la capa de polución. De niños que juegan al lado de vías por las que pasan sin avisar, trenes cargados de gente sin nombre. De mugre y suciedad. De personas que contraen enfermedades de la única agua que pueden beber. Este mundo paralelo, nos da miedo y es ignorado por la sociedad capitalista actual. De vez en cuando sale en las noticias que se ha inundado media ciudad en una isla perdida en el pacífico. O que un terremoto ha sacudido Indonesia. O a cerca de las niñas chinas en los orfanatos. O sobre los niños que viven en las alcantarillas en Mongolia.

Los olvidados del mundo dan material para reportajes y documentales. Programas de televisión que nosotros, ciudadanos de nuestro impoluto occidente, vemos con expresión de pena sentados en nuestros sofás de cuero, arrebujados entre nuestros cojines de terciopelo y nuestras mantas de lana. Con la calefacción puesta en invierno si hace frío, mirando a través de nuestra pantalla de plasma cómo se inundan las casas de barro de los olvidados cuando llegan las lluvias del monzón. Cuando el agua marrón que baña las costas de Indonesia o de Asia se lo lleva todo por delante siete veces al año.

Esa gente, esas personas sin nombre que viajan en trenes en los que no cabe un alma, trabajan en fábricas textiles en Bangladesh cuyas medidas de seguridad serían impensables en nuestro mundo. Esas fábricas, que soportan la economía tan pobre y frágil de estos países del monzón, son las que producen nuestra ropa. Nuestros vaqueros. Nuestras sudaderas. Nuestras zapatillas. Son las que ponen el símbolo de las marcas caras que tanto nos gusta lucir. Son las que fabrican nuestros cojines, nuestras sábanas. Es ese niño de ojos acuosos que juega en las vías de un tren que podría matarle el que ha decorado tu casa. Tu salón. El que construye desde su monzón la comodidad de tu vida.

Ya no hablo de sueños sin cumplir. ¿Qué sueños pueden tener esas personas? ¿Conocerán alguna vez más allá de la chabola donde viven? ¿Del montón de basura o de las tablas de madera con las que tapan los agujeros que dejan las inundaciones? No hablo de educación, ni estudios. Ni de riqueza ni éxito.
Hablo de supervivencia.



¿Quién se acuerda de los olvidados?

Paula D.

sábado, 27 de abril de 2013

"¿Tú ves al resto de la gente haciendo eso?"

El otro día, mientras estaba sentada en un banco un viernes por la tarde, disfrutando de la libertad que precede al fin de semana, pasaron delante de mí un niño y su madre. Esta última, con expresión enfadada, le decía a su hijo: "¿Acaso tú ves al resto de la gente haciendo eso?" El niño, perdido en la inocencia de quienes aún no distinguen entre resignación y rebeldía, miraba a su madre sin comprender.
Me paré a pensar en la escena en cuanto se hubieron alejado. ¿Por qué? ¿Por qué desde que somos pequeños, el mundo en el que vivimos, nuestras familias y nuestros profesores, nos empujan a comportamientos que están previamente determinados y ligados a la sociedad en la que vivimos? ¿No es acaso nuestra percepción crítica la que deberíamos utilizar para escoger nuestros hábitos? ¿Nuestros vicios y virtudes? No es de extrañar que, utilizando con los niños estos "argumentos de generalización", estos se vean afectados al llegar a la adolescencia, periodo en el que se define y perfila nuestro carácter, por las ataduras a los determinados modelos de comportamiento.

Los adultos han sido y serán siempre ese 'ídolo' o modelo al cual en la primera infancia, los niños acudan en busca de respuestas. Yo, por ejemplo, cuando era pequeña y les formulaba preguntas a mis padres, no descansaba hasta que estos abandonaban el consabido 'porque si' y se avenían a explicarme el verdadero 'por qué' de las cosas. Con tan pocos años, por supuesto, no era capaz de distinguir entre argumentos verdaderos, y falacias, pero aún así todo ser humano siente esa necesidad intrínseca de buscar respuestas a sus preguntas.

El sentido crítico de mis padres y el sentido crítico que yo, como adolescente, estoy en proceso de desarrollar, debería ser el punto de partida de todas mis reflexiones. No deberíamos calificar algo de "bueno" o "malo", simplemente basándonos en el "¿tú ves al resto de la gente haciendo eso?" sino en ciertos valores morales humanizantes, que nos lleven a formular juicios reales.
Paula D.