"Vivir sin filosofar es, propiamente, tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás." René Descartes.

sábado, 9 de febrero de 2013

Sólida delicadeza.


Lo bueno, o quizá malo, de tener que escribir un blog, es que mientras nos pasamos las horas reflexionando o buscando temas sobre los que filosofar, la vida continúa. Y nosotros, irremediablemente, tenemos que movernos con ella, lo que desemboca en un remolino incesante de nuevas experiencias, y por tanto, nuevos pensamientos. El tema de esta entrada no ha salido de mi imaginación, ni he tenido que estrujarme los sesos para “sudar filosofía”. El tópico de hoy me lo ha servido la vida en bandeja, como quién te da una lección y te invita a pararte un momento a pensar.

Desde siempre las relaciones entre personas, sean de la raza, país, religión o etnia que sea, han sido complicadas. La tarea de conseguir mantener vínculos amigables, ligeros y sencillos con los seres de nuestro entorno muchas veces resulta fatigante, ardua, y a veces incluso acaba debilitando nuestra mente y nuestro espíritu. Por eso creo que llegados a este punto de nuestras vidas donde caminamos sobre la delgada línea que separa la adolescencia del mundo adulto, hay que saber hablar. Y con hablar, no me refiero a ese parloteo incesante que muchas veces acuñamos y que nunca dice nada. Me refiero a saber comunicarse con la gente. A saber explicar el por qué de las cosas que nos molestan o nos hacen daño, esos pequeños óbices que acaban por deshacer las relaciones. Saber comunicarse no hace daño, no engorda, es sano y enriquece la mente. Y eso mismo es aplicable a pedir perdón y a enmendar errores. Todo el mundo se equivoca, y la mayoría de la gente es capaz de empezar de cero. A veces nos olvidamos de cómo pedalear, y hay que volver a ponerle los ruedines a la bicicleta. Eso no nos hace más niños, ni peores personas, todo lo contrario. Nos ayuda a saber que muchas veces, parar, simplemente darse la vuelta y analizar el trazo de nuestras huellas, es la mejor solución.
Los trenes se descarrilan constantemente, sobre todo cuando somos demasiado jóvenes para convertirnos en maquinistas profesionales. Es tiempo de aprender mucho, educarse otro tanto, y cultivarse un poco. Pero sobre todo, es tiempo de cometer errores. Los suficientes como para aprender de ellos, pero no tantos como para consumirnos bajo su peso.
Paula D.