"Vivir sin filosofar es, propiamente, tener los ojos cerrados, sin tratar de abrirlos jamás." René Descartes.

jueves, 8 de mayo de 2014

His voice...

His voice was the first thing I noticed when I first met him. It reminded me of the sound of firewood crackling in the bonfire, and it hid a soft whisper, deep and husky, that paced behind the words. Sometimes I could hear him muttering in his sleep, trying to remember the words of a song that he had forgotten long ago.
As I grew to know him, I found myself thinking: how could we have lived in the same town for so many years without bumping into each other? I was surprised by the bare touch and softness of his pale, almost transparent skin, and by the smell of soap that broke away from his body to fill the air around him. He was as skinny as anyone could have been, although he ate like everybody else. One of the things that struck me most was the sparkling light that suddenly appeared in his eyes whenever he laughed. His hair fell in a disheveled way; framing is face, and his everlasting smile.

The conversation was never vapid, and he had a quick, mischievous mind, that made the delights of everyone around him. He was, in every word, tantalizing. 

domingo, 4 de mayo de 2014

A LAS NUEVE EN LA ESTACIÓN


El día que me escapé rumbo a Lisboa, el sol se filtraba por los ventanales de la estación de trenes de Madrid. La primavera estaba ya acechando tras los vestigios del otoño, y se percibía en el aire el olor de las primeras flores, que comenzaban a mostrar con timidez sus pétalos.  Caminé sin rumbo por el andén, buscando a Alicia con la mirada. Miré el reloj. Eran las nueve menos cuarto del día más extraño de mi vida. Me había levantado hacía unas cinco horas rodeado de botellas de vodka y con el sabor del alcohol todavía en la boca. Mi cuarto en el Hostal Santa Cruz en el centro de Madrid daba vueltas a mi alrededor. Por el suelo estaban desparramados algunos cuadros a medio terminar y una guitarra española a la que le faltaban dos cuerdas. Me desperecé y al intentar incorporarme, el dolor de cabeza volvió a tumbarme en la cama.

Dos horas después conseguí hacer las maletas y recogerlo todo. Repartí mis cuadros entre los vecinos de la pensión, que a base de meses de convivencia me habían cogido cariño. Baje al mostrador y pagué con el dinero que me quedaba la última semana de estancia. Clara, la recepcionista, una cuarentona rolliza que había perdido a su marido a manos del alcohol hacía dos años, me dedicó una sonrisa triste y me deseó buena suerte allá donde fuera. Partí con su bendición bajo el brazo por un Madrid cuyas calles bullían con el ambiente festivo que precede al verano.
Llegué a la estación cargado de maletas, sujetando con los dientes el billete que había comprado días atrás. Me senté a esperar a Alicia en una cafetería donde un joven espigado cuyo rostro estaba salpicado por el acné me sirvió un café amargo y un bollo. El tren salía a las nueve y cuarto de un andén cercano. En la estación se escuchaban los murmullos de los que estaban de paso y apenas se detenían a mirar a su alrededor. El roce de las maletas y el golpeteo de los tacones contra el suelo eran los directores de orquesta del concierto que ofrecía aquel lugar en el que reinaban las prisas y el caos. Esperé durante una hora, sentado en la incómoda silla de mimbre de la cafetería, mi mirada perdida en la multitud. Cuando la aguja del reloj dio las nueve, oí unos pasos detrás de mí. Me giré, esperando encontrarme con los ojos azules de Alicia destellando a la luz del último sol. En cambio, me sorprendí a mi mismo a escasos centímetros un rostro anciano, colmado de arrugas y cicatrices, tras el cual se escondía una sonrisa velada.

-    -      Ella no vendrá.

Tenía la voz rota, quebrada por el paso de un tiempo que parecía no haber afectado a sus ojos, que refulgían con un brillo juvenil y algo pícaro. Sus pupilas nadaban anegadas en un azul intacto, frío y pálido como una mañana de invierno. Me estremecí. El hombre se incorporó, y solo entonces, cuando se dio la vuelta y se alejó caminando, me di cuenta de que cojeaba ligeramente del pie derecho y de que llevaba el pelo blanco, casi plateado recogido en una coleta detrás de la nuca. Aquella imagen casaba perfectamente con la descripción que Alicia me había esbozado un día de su padre. Suspiré imperceptiblemente, pagué el café y agarrando mis maletas subí al tren que habría de partir hacia Lisboa, dispuesto a olvidar y a poner en práctica lo que Alicia me había susurrado una vez.


“Hay que invertir en melancolía.”