Cuando la luz del sol choca contra una tormenta, se puede
ver en el cielo ese color frío, entre gris y marrón, de una uniformidad
exasperante, que por alguna razón siempre me recuerda a la guerra. Se agolpan
las nubes para tapar cualquier resquicio de azul y únicamente existe el gris.
Se huele en el aire la hierba mojada y golpetean las efímeras gotas contra el
cristal, dejando brochazos mojados en mi ventana, como si fuera la lluvia un
artista a quien se le ha revolucionado el pincel. Comienzan a oírse los truenos
en la lejanía del horizonte. Un horizonte que infestado de nubes grises, no se
puede atisbar desde mi ventana.
De cuando en cuando, un trozo de azul rebelde asoma ante el
telón de plomo que es el cielo y por un momento regresa la esperanza de paz a
nuestros corazones. Allá va el viento sacudiendo con una fuerza inusitada las
ramas de los árboles.
De repente, todo se detiene. En un momento de quietud frágil
y que se me asemeja distante, dejo de oír el golpeteo de la lluvia contra el
cristal. El mundo más allá de mi ventana ha quedado congelado. Entre las ramas
de un abeto acierto a divisar la luz del último sol huyendo hacia otro
amanecer. En alguna parte de este inmenso y vasto mundo, alguna otra chica de
dieciséis años, en su otra casa y mirando a través de una ventana diferente,
observará el mismo sol que ahora ante mis ojos se esconde, aparecer detrás de
una montaña rumbo a un nuevo día.
La tormenta ha muerto y los azules rebeldes han ganado la
batalla que libraban contra el invierno. Comienzan a romperse las nubes y a
amainar el viento. Suspiro, y olvidando ese exasperante color gris que me
recuerda a la guerra, vuelvo la mente y el corazón hacia mis apuntes de
filosofía, que durante esta crónica de una tormenta, me han esperado,
pacientes, encima de la mesa.
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