Madrid de noche es droga. De la buena, de la cara, de la que
te fumarías una y otra vez. Es el retrato descarado de alguien que ha perdido
la inocencia. Una inocencia que hace ya tiempo que ha abandonado esas calles que
exhalan libertad, y que poseen todavía la magia que desprenden los sueños, el
aroma de las promesas por cumplir. Las niñas de Salamanca caminan con sus
tacones y sus vestidos hacia ninguna parte, pisoteando esas aceras desgastadas,
reconstruidas una y otra vez a lo largo de los años. El sonido de sus zapatos
es el reclamo de la noche. Conducía yo por aquel Madrid con las ventanillas del
coche bajadas y el White Album de Los
Beatles escapándose a todo volumen de la radio. Hacía un mes que el verano
había llegado a la ciudad, y aún así el ambiente desprendía una brisa perfecta
para el momento. Yo llevaba un par de copas de más y algún que otro recuerdo a
medio quemar en la guantera del coche, cuando al pasar por un paso de cebra vi
a un hombre que tenía trazas de pirata.
Mi mente viajó unos años atrás a un bar en Muxía, Galicia,
en la costa de la muerte. Una casa blanca suspendida encima del puerto. Olor a
sardinas, pimientos de padrón y albariño. Para mí, la esencia del verano. El
camarero que nos atendía parecía sacado de una novela de aventuras ambientada
en el siglo XVII. Llevaba la consabida calavera y el par de tibias tatuadas en
el revés interno de la muñeca, yo diría que la izquierda, y manejaba unos brazos
que yo acaricié con la mirada prudentemente escondida detrás de mi copa de
vino. Nos tomó nota con la diligencia que se espera de un corsario y regresó detrás
de la columna de humo que desprendían los numerosos platos a medio hacer de la
cocina para acariciarle el trasero a la camarera, una estilizada rubia vestida
con una sencilla camiseta blanca y unos vaqueros. La joven le devolvió el
saludo con un beso de película antes de volver al pulpo, las xoubas y los calamares.
Después del flashback sigo conduciendo y me pregunto dónde
estará ahora ese pirata retirado, si seguirá sirviendo mesas en aquel pueblo
olvidado a un tiro de piedra de donde la tierra parece acabar para siempre y
casi se puede palpar la eternidad del mar. O si seguirá saliendo con la
camarera rubia, cuya melena parecía un mar de oro y haces de luz. Si le habrán
salido ya canas en aquella melena rebelde que sujetaba con un pañuelo rojo. Me
pregunté si habrá vuelto a navegar.
Paula D.
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