El día que me escapé rumbo a Lisboa, el sol se filtraba por
los ventanales de la estación de trenes de Madrid. La primavera estaba ya
acechando tras los vestigios del otoño, y se percibía en el aire el olor de las
primeras flores, que comenzaban a mostrar con timidez sus pétalos. Caminé sin rumbo por el andén, buscando a
Alicia con la mirada. Miré el reloj. Eran las nueve menos cuarto del día más
extraño de mi vida. Me había levantado hacía unas cinco horas rodeado de
botellas de vodka y con el sabor del alcohol todavía en la boca. Mi cuarto en
el Hostal Santa Cruz en el centro de Madrid daba vueltas a mi alrededor. Por el
suelo estaban desparramados algunos cuadros a medio terminar y una guitarra
española a la que le faltaban dos cuerdas. Me desperecé y al intentar
incorporarme, el dolor de cabeza volvió a tumbarme en la cama.
Dos horas después conseguí hacer las maletas y recogerlo todo.
Repartí mis cuadros entre los vecinos de la pensión, que a base de meses de
convivencia me habían cogido cariño. Baje al mostrador y pagué con el dinero
que me quedaba la última semana de estancia. Clara, la recepcionista, una
cuarentona rolliza que había perdido a su marido a manos del alcohol hacía dos
años, me dedicó una sonrisa triste y me deseó buena suerte allá donde fuera. Partí
con su bendición bajo el brazo por un Madrid cuyas calles bullían con el
ambiente festivo que precede al verano.
Llegué a la estación cargado de maletas, sujetando con los
dientes el billete que había comprado días atrás. Me senté a esperar a Alicia
en una cafetería donde un joven espigado cuyo rostro estaba salpicado por el
acné me sirvió un café amargo y un bollo. El tren salía a las nueve y cuarto de
un andén cercano. En la estación se escuchaban los murmullos de los que estaban
de paso y apenas se detenían a mirar a su alrededor. El roce de las maletas y
el golpeteo de los tacones contra el suelo eran los directores de orquesta del
concierto que ofrecía aquel lugar en el que reinaban las prisas y el caos. Esperé
durante una hora, sentado en la incómoda silla de mimbre de la cafetería, mi
mirada perdida en la multitud. Cuando la aguja del reloj dio las nueve, oí unos
pasos detrás de mí. Me giré, esperando encontrarme con los ojos azules de
Alicia destellando a la luz del último sol. En cambio, me sorprendí a mi mismo
a escasos centímetros un rostro anciano, colmado de arrugas y cicatrices, tras
el cual se escondía una sonrisa velada.
- - Ella
no vendrá.
Tenía la voz rota, quebrada por el paso de un tiempo que
parecía no haber afectado a sus ojos, que refulgían con un brillo juvenil y
algo pícaro. Sus pupilas nadaban anegadas en un azul intacto, frío y pálido
como una mañana de invierno. Me estremecí. El hombre se incorporó, y solo
entonces, cuando se dio la vuelta y se alejó caminando, me di cuenta de que
cojeaba ligeramente del pie derecho y de que llevaba el pelo blanco, casi
plateado recogido en una coleta detrás de la nuca. Aquella imagen casaba perfectamente
con la descripción que Alicia me había esbozado un día de su padre. Suspiré
imperceptiblemente, pagué el café y agarrando mis maletas subí al tren que
habría de partir hacia Lisboa, dispuesto a olvidar y a poner en práctica lo que
Alicia me había susurrado una vez.
“Hay que invertir en melancolía.”
Muy bueno Paula :)
ResponderEliminar¿Con este ganaste el premio?