La comencé a notar entonces, la altanería. Cuando me maquillaba, cuando elegía la ropa que iba a ponerme, cuando me calzaba los tacones. Empecé a caminar por la calle como si la ciudad fuese mía, como si el mundo estuviese hecho a mi medida. Como si no existiese nada más allá que la mirada fulgurante y candente, llena de osadía, que yo paseaba por Madrid todos los días. Dejaron de importarme los comentarios de la gente. No es que recibiera demasiados, nunca he dado mucho de qué hablar, pero los pocos que llegaban a mis oídos me resbalaban. Se me metieron en la cabeza al mismo tiempo el afán y el desprecio. Quería descubrir este mundo y a la vez miraba por encima del hombro a su gente. Se me empañaron los ojos de maldad, comencé a rezumar cinismo allá por donde iba, llené mis labios de comentarios desdeñosos y mi voz se convirtió en una cantinela que solo recitaba coplas cargadas de arrogancia.

Al mismo tiempo, creció la confianza en mi misma. Podía sentirla bajo mi piel, palpitando con orgullo, pugnando por salir a la superficie, ardiendo en deseos de asomar sus ojos insidiosos al mundo exterior. Así, si se oían mis tacones por la calle no intentaba minimizar el ruido como habría hecho antes, si no que pisaba con más fuerza aún las baldosas del suelo.
Les sostenía la mirada a los hombres. Dejaba que sus ojos se deslizaran por mis piernas, sentía como puñales sus pupilas clavadas en mi espalda. Fueron días de luz. Una luz estridente y que me cegaba, que me impedía ver más allá de mi propia realidad, aquella que sin yo saberlo se había instalado en mi mente.
Fueron días gloriosos. Tan sólo tuvieron una pega: que cuando me miraba al espejo, ya no me reconocía.
P. Ducay